En La Promesa no disfrutaremos de la Navidad ni tampoco tendremos capítulos temáticos, por desgracia, aunque sus actores nos han felicitado este fin de semana. Así pues, mientras pasamos las tardes ocupados visitando familiares, comprando regalos y trabajando en un sinfín de preparativos… mientras mantenemos nuestra rutina, los marqueses de Luján seguirán viviendo en esa atemporalidad de la que hace gala la serie. Pero estoy seguro de que todos nos preguntamos ¿cómo era la Navidad en 1914? ¿Cómo celebraban estas fiestas que tienen la magia de unirnos a todos?. Soy Juan, del canal de YouTube jdcienfuegos, y hoy os voy a contar cómo era la Navidad en la época de La Promesa.
En cierto modo, no hemos cambiado tanto en los últimos ciento diez años. Llegado diciembre y pasada la fiesta de la Inmaculada, los que podían permitírselo comenzaban a decorar sus casas, aunque las opciones eran mucho más austeras y sencillas que hoy día. Por ejemplo, las famosas coronas de muérdago, tan románticas y tan famosas por las millones de películas navideñas que vemos estas fechas, estaban vinculadas a prácticas francesas paganas y rituales de brujas para favorecer la fertilidad. Impensable y de mal gusto era entonces decorar una casa con ellas, e insultante sería tenerlas junto al Belén o Nacimiento, que simbolizaba la tradición cristiana centrada en el Milagro de la Vida durante la celebración de la Navidad. Aunque, a pesar de las fuertes resistencias contra influencias extranjeras, la introducción del primer árbol de Navidad en Madrid en 1870 marcó un hito significativo. La iniciativa fue llevada a cabo por la princesa rusa Sofía Troubetzkoy, considerada hija ilegítima del zar Nicolás I, cuñada de Napoleón III y esposa del duque de Sesto, quien, desafiando las presiones, erigió el árbol en el desaparecido palacio de Alcañices, que hoy es el Banco de España.
Este gesto pionero condujo a que la nobleza y aquellos que aspiraban a destacar en la sociedad adoptaran la costumbre de decorar sus hogares con árboles similares. Estos árboles, de forma triangular, representaban la Santa Trinidad, siendo perennes como símbolo del árbol de la vida. Adicionalmente, se decoraban con abundantes bolas, aludiendo al árbol del Edén relacionado con el pecado original. Las bandas que rodean el árbol, en colores como azul, plata, oro y verde, a su vez, representan las oraciones de los cuatro domingos de adviento. De esta manera, la influencia extranjera, a pesar de las resistencias iniciales, logró arraigarse en la cultura navideña, fusionando elementos de diferentes tradiciones en la celebración de la Navidad en España.
Pero en lo esencial, árboles aparte, la Navidad era una pura tradición inmutable. Así que, en La Promesa, Cruz, como marquesa y señora de la casa, debería haber supervisado junto a la señora Adarre la puesta de los primeros adornos el día 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, en el cual tendría que haberse levantado un Nacimiento envidiable en un lugar privilegiado de la casa. El salón de recibir, mismamente, para que los invitados pudiesen admirarlo al acudir a la casa. Y no lo habrían montado los criados, sino que habría sido una actividad en la que participasen los miembros de la familia. De toda la familia. Con el servicio asistiendo y nada más. Un detalle que seguro muchos sabéis es que el niño Jesús no se ponía en el Belén hasta el 24 de diciembre tras la cena de Nochebuena. Y mientras se decora, se meriendan los primeros dulces navideños, como el mazapán de frutas o el turrón de guirlache, y se brinda con una copita de anís.
A partir de entonces, comenzaría para la señora de la casa el grueso de los preparativos navideños. A saber: la cena de Nochebuena, el almuerzo de Navidad; la cena de Nochevieja, que solía incluir baile; y la fiesta de Año Nuevo. Al mismo tiempo, como marqueses de Luján y líderes de esa pequeña comunidad, correspondería a Cruz y Alonso el patronazgo de cuantas obras de caridad se llevasen a cabo en Luján. El día que el párroco abriese el Belén de la iglesia, por ejemplo, ellos deberían estar allí y ser los primeros en admirarlo y en depositar su óbolo en el cepillo de la beneficencia. Alonso, o en su defecto Manuel o Curro, deberían buscar en sus tierras al mejor cochino o venado para degustarlo en las santas fiestas. Cruz debería entregar el aguinaldo a sus siervos, montando un simple puesto en el que los trabajadores harían cola para recibir sus felicitaciones y una peseta por cada alma que viviese en su casa. Limosna pura y dura, pero era lo que hacían las marquesas.
El pueblo bulliría de vida, con puestos de castañas asadas en la plaza y los niños yendo a las casas grandes cantando villancicos a cambio de un aguinaldo. ¿Y para qué ese aguinaldo? Pues, más que para los propios niños, solía ser para juntar y dar aunque fuera una cena decente a los más necesitados del pueblo el día 24 o el día 31. Así que sí, esos niños irían también al palacio de los marqueses, cantarían su buen villancico y deber de Cruz sería recompensarles. Si, por el contrario, no se deseaba dar dineros a los niños, se les daba una bolsa de bellotas, pero se sería la comidilla de la sociedad, cómo no. ¿Se jugaba en 1914 a la lotería de Navidad? Por supuesto que sí. La primera vez que los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid cantaron los números de la Lotería Nacional fue el 9 de marzo de 1871. Hasta 1983, solo eran varones los que ponían voz a los premios. A partir de 1984, también las niñas comenzaron a participar. 50 pesetas costaba el décimo entonces y millón y medio era el alcance del Gordo. Y aunque quizá los Luján no tengan necesidad de jugar a la lotería, más de un vecino del pueblo seguro que habría comprado su décimo a algún marchante o postero lotero que fuese y viniese por el pueblo. Llegada pues la fiesta familiar del 24, la familia se prepararía para una agradable cena en familia. Podía recibirse, por supuesto, pero, de toda la vida, la Nochebuena ha sido una fiesta para los más cercanos. Más de recogimiento y de celebrar la llegada del niño Dios. Entremeses ligeros, coñac francés, y el cochinillo como centro de mesa. Los señores, todos de frac. Las señoras, con vestidos de noche. Dependiendo de la casa, los criados cenaban antes o después de sus señores. En La Promesa aún no está claro qué costumbre siguen, pero lo que sí está claro es que, pasadas las once, familia y servicio emprendería camino hacia la iglesia de Luján para acudir a la Misa del Gallo. Y los Luján, se entiende que como cabezas de la comunidad, tendrían un banco en primero fila reservado para ellos. Tras la misa, en la que el párroco podría pedir alguna lectura a Alonso o Cruz, podría darse una chocolatada en la plaza. Y, tras tanto trasiego, las gentes se recogerían para tener un amanecer tardío la mañana de Navidad, fiesta para todos (menos para el servicio, claro está).
Entonces no se daban los regalos el 24 ni el 25, sino en Reyes, al menos en España. El invento americano de Papá Noel no había llegado aquí, así que hasta el día 6 de enero no habría requiebros ni juguetes.
¿Y la Nochevieja? Nobles como los marqueses solían juntarse en fiestas grandes, bien en palacios particulares o en los casinos de las grandes ciudades. Había cena, había baile y había fiesta hasta el amanecer. ¿Y uvas? ¿Había uvas? Las uvas se tomaban de postre en Nochevieja, sí, como una costumbre traída por la aristocracia de la vecina Francia. A finales del XIX, socialistas y anarquistas decidieron burlarse de la burguesía acudiendo a la Puerta del Sol para tomarse las uvas. ¿Quién iba a decirles que un año después se les uniría el presidente del gobierno? La prensa se hizo eco de la curiosa costumbre y para 1903 las uvas eran ya casi una tradición en toda la península. ¡Hasta en Canarias! Aunque durante años la prensa acusaría la desgracia que suponía que arraigase tanto entre nuestras gentes, incluidas las clases populares, esta costumbre extranjera. Y aquí estamos, ciento diez años después, con nuestras uvas preparadas, nuestros cuartos confundiéndonos y nuestro Ramón García con capa castellana llevándonos de un año a otro.
Llegado el nuevo año, estaba la obligación de las visitas de año nuevo, en las cuales las amistades y parientes, siempre liderados por la señora de la casa, debían visitarse en sus casas en el plazo de lo que duraba enero. En medio, por supuesto, estaba la fiesta de Reyes, que entonces no era tan grande como ahora, por supuesto. Las clases altas solían organizar fiestas también ese día, bailes y todo tipo de juegos para entretenerse, sobre todo en las casas de campo alejadas de las ciudades (como es el caso de La Promesa). Y aunque se regalasen cosas entre los familiares, también se hacía partícipe al servicio: los señores regalaban a todos, con la excepción de las doncellas personales, como Petra, y los ayudas de cámara, como Jerónimo, que eran regalados por sus señores directos.
Tras ese último día de fiesta, quedaba por delante un duro y frío enero, que en La Promesa se antoja más duro todavía, con esa Cruz que asesina a diestro y siniestro, los raficantes de armas que hacen del palacio su cortijo y nuestra Jimena, que huye al frío quemando la casa. Pero, celebren ellos las fiestas o no, nosotros los tendremos presente, porque acompañaremos sus aventuras estas Navidades y ¿quién sabe? Quizá, si la serie sigue, el próximo año sí que podremos vivir junto a los Luján las fiestas que la guerra empañó cuando se abrió camino 1915.
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